Revista Cinética Cultura e Pensamento
La producción audiovisual como producción de castigo-simbólico en el capitalismo
Jorge Dávila Ensaios Críticos
Introducción

La producción de castigo-simbólico forma parte de un modo de pensamiento, de un modo de acción, de un modo discursivo, de un modo de decir, en fin, un modo de vivir que es totalmente dependiente de la figura del simulacro. Se trata de un simulacro que, como ya se ve en estos inicios del siglo XXI, se muestra al desnudo en la medida en que los ideales invocados por ese modo de vida cumplen un papel justificador de la propia contra-corriente de tales ideales. La operación del simulacro es la de la normalización de la conducta como coerción que invoca el ideal. Sin que nos asombre, estamos habituados a que el ideal y su coerción se hagan uno y el mismo. El poder normalizador, encauzador, disciplinario -disectado por Foucault- es un poder productivo, un poder de producción y para la producción. Esa producción nace de lo que nos parecen nimiedades, en los nodos más básicos de nuestra existencia. El más elaborado ardid de esta producción, en manos del más reciente capitalismo, ha sido colocar tanto su origen como el blanco esencial al que apunta como castigo simbólico en nosotros mismos. En lo que sigue propongo una comprensión de esas dos cosas: en primer lugar, qué significa que un modo de vivir, el nuestro contemporáneo, se realiza en la figura del simulacro; en segundo lugar, por qué ese modo de vivir se despliega merced al soporte que brinda la producción audiovisual operando como modo privilegiado del castigo simbólico.

Del simulacro

Se dice que los hombres lo aprendieron y lo creyeron: “Dios quiso que el hombre fuera a su imagen y semejanza”. Dicen que muy pronto el aprendizaje y la creencia comenzaron a desvanecerse por pedazos. Lenta desaparición de lo que debió ser por los siglos de los siglos. Dicen que primero se borró la semejanza y fue quedando al desamparo la imagen de Dios. Milenios duró el desamparo. Dicen que en pocos siglos se borró Dios y el hombre se fue quedando con la imagen, la imagen de ... Sólo la imagen. ¿Cómo se vive con la imagen, en la imagen y de la imagen? ¿Vivimos así?

Según la ortodoxia religiosa, perdimos la semejanza por la fuerza pecadora. Según otros, o nos alejamos de Dios o Él mismo, agotado, cansado, fastidiado se alejó de nosotros. Y hasta se cree que se fue volando. Pero no así la imagen, lo que quedó de su imagen. La imagen parece ser la pura resistencia. Dicen que hace más de dos milenios ya nos habían alertado de eso: sin referencia al pecado y sin alusión a un Dios, sólo en relación con la imagen.

Dícese que fue tarea platónica distinguir la esencia y la apariencia, lo inteligible y lo sensible, la Idea y la imagen. Lo dice muy bien Deleuze en su conocido texto sobre Platón y el simulacro: radicalmente, la tarea de distinción es la última, La Idea y la imagen : el eídos y el eídolon. Porque ellos, de acuerdo con la enseñanza heideggeriana, corresponden a los modos de mostrarse lo-que-es: el modo poiético o creador -para el eídos, y el modo mimético -para el eídolon. Claro está, no se propone aquí entender por eídos la versión estigmatizada como médula idealista que vuela sobre los cielos de la pura abstracción. No; la idea, más bien, como creación del hacer presencia la cosa misma. Ambos modos (poiético y mimético)  pugnan por la expresión en el pensar (légein) de la Verdad como des-ocultamiento (el ser en el sentido de alethés). En la pugna, el modo mimético da ser a los pretendientes de la Verdad. ¿Quiénes son esos pretendientes de la Verdad derivados del conocimiento (téchne) mimético? Son los dos tipos de imágenes, los dos tipos de eídolon: la copia-ícono (eíkon) y el simulacro-fantasma (phántasma).

Como dice Deleuze, he ahí una escala de degradación: la Idea, la Copia, el Simulacro. “Las copias son poseedoras de segunda, pretendientes bien fundados, garantizados por la semejanza; los simulacros están, como los falsos pretendientes, construidos sobre una disimilitud, y poseen una perversión y una desviación esenciales”. La semejanza no es entre “cosas”, entre entes: más bien va de una cosa a la Idea. La semejanza, como medida de la pretensión, es interior y espiritual. Así la copia-ícono en cuanto pretendiente sólo es conforme si se modela interior y espiritualmente sobre la Idea. No merece la cualidad (de justo, por ejemplo) si no se funda en la esencia (la Justicia). Los simulacros-fantasmas al pretender (un objeto, una cualidad, etc.) lo pretenden “por debajo, a favor de una agresión, de una insinuación, de una subversión, 'contra el padre' y sin pasar por la Idea”. La pretensión del simulacro-fantasma, que no es fundada, encubre una desemejanza que corresponde a su desequilibrio interno (en desproporción con la esencia).

La copia es una imagen dotada de semejanza, el simulacro una imagen sin semejanza. Hay un buen ejemplo que da Platón en El Político: El Bien como padre de la ley, la ley misma y las constituciones están en escala de degradación: las buenas constituciones son copias, pero devienen simulacros desde que violan o usurpan la Ley hurtándose al Bien.

Hay una operación productora en la buena copia-ícono y en correspondencia con esa producción hay también una recta opinión y hasta un saber, un conocimiento. En el simulacro-fantasma, la imitación sólo crea un efecto de semejanza meramente exterior e improductivo, obtenido por astucias, artimañas o subversión; ya no hay siquiera recta opinión sino una especie de 'arte del hallazgo' que huye del espacio del saber y de la opinión. El simulacro tiene la fuerza de atrapar al observador: lo ahoga en sus grandes dimensiones, profundidades y distancias que él es incapaz de dominar. “Los simulacros son construcciones que incluyen el ángulo del observador para que la ilusión se produzca desde su propio punto de vista”. La desemejanza opera como ilusión de semejanza: ya no es propiamente semejanza, por eso puede devenir pura imagen... ¡como si un no-ser naciera del ser!

Todo el pensamiento (occidental) batalló radicalmente contra el simulacro-fantasma... y contra su artífice, el sofista, no para que, primariamente, se desplegaran copias-íconos sino para que se desplegara el pensamiento. Ya sabemos con mucha firmeza histórica que más fácil fue ceder a la fabricación de copías-íconos y de copias de segunda.

La modalidad más reciente del capitalismo ha sabido profundizar en esa fabricación. 'Nuestro' pensamiento fue impelido a fabricar copias de segunda de copias-íconos. El capitalismo ha estado logrando de nosotros algo 'fantástico': produciendo la copia de copia de copias, nos atraparon nuestros propios fantasmas. Nos atraparon: no conocemos esos nuestros fantasmas, vivimos en nuestros simulacros-fantasmas creyendo que vivimos con la imagen, en la imagen y de la imagen. El capitalismo de los últimos decenios del siglo XX ha logrado algo más de lo que Deleuze veía: romper la oposición entre dos nihilismos y fundirlos, o con-fundirlos, en uno solo, “la destrucción para conservar y perpetuar el orden establecido” y la “instauración del caos poniendo en marcha los simulacros y levantando un fantasma”.

Del castigo simbólico

Sin duda que, apartando la crudeza de la depravación carcelaria de nuestros países donde sigue prevaleciendo el castigo físico ejercido en nombre del castigo simbólico justificado con las promesas eternas de rehabilitación y reinserción social, el castigo-simbólico prevalece en la vida cotidiana de los que no estamos presos en la cárcel oficial. La cotidianeidad es nuestra cárcel donde lenguaje y vida se subyugan al trabajo.

No es difícil constatar que, desde el amanecer hasta nuestro sueño reparador, la jornada se desenvuelve en una sucesión de castigos-simbólicos que, de manera dominante, son ejercidos por el peso de los llamados medios de comunicación masiva, los media. Me parece que esos medios son verdaderas armas de destrucción masiva, en el sentido del viejo y siempre radiante principio de la filosofía de que no hay peor mal del que padezca el ser humano que ser prisionero del conocimiento simplista, superficial o falso que, por lo general, ofrece la opinión, la doxa. De nuevo invoco la noción de simulacro: vivimos convencidos de que poseemos -o accedemos cuando lo queramos y de manera instantánea- todo o casi todo el conocimiento verdadero de todo o casi todo; la realidad es que esa convicción esconde, de modo aterciopelado, nuestra profunda ignorancia de todo o casi todo recubierta exquisitamente con los edulcorantes de la doxa que ingerimos gracias a los medios de comunicación (destrucción) masiva. La vida cotidiana en la sociedad moderna altamente industrializada está bajo el yugo de un poder normalizador que se caracteriza, por  extensión, con los elementos que Weber identificó en lo que llamó “la jaula de hierro” de la sociedad moderna. George Ritzer ha mostrado que esa jaula se nos presenta ya no con la dureza y frialdad del hierro sino con la suavidad del terciopelo, “la jaula de terciopelo de la macdonalización”; vale decir, en ella se vive tan cómodo, o sea, de un modo tan absolutamente normalizado, disciplinado, convencido de que la cotidianidad es escogida con la más pura libertad, que el “ciudadano” es incapaz de percibir la jaula pues suavemente se desliza entre los aterciopelados barrotes que definen los límites de su “ciudad”. Quizás podamos decir que el castigo simbólico más eficaz del archipiélago carcelario constitutivo de la sociedad moderna macdonalizada opera con el poder de la imagen puesta al servicio del mero simulacro; una imagen que subyuga de manera aplastante la riqueza del decir. Nuestro castigo simbólico más eficaz, por productivo, es nuestra propia mudez frente a la imagen.

La necesidad que tiene el capitalismo contemporáneo de producir ese castigo simbólico descansa en su propia esencia. Esa de ser un sistema no sólo abstracto sino totalmente absurdo. Es la idea muy bien comprendida por Marx pero también por Weber en su traducción al plano ético: el capitalismo necesita fabricarse su propio “espíritu”; lo necesita por la sencilla razón de que no lo tiene y lo exige la respuesta a la crítica tan temprana que él mismo ayudo a desplegar. Ese espíritu del capitalismo ha conocido diversas renovaciones a lo largo de los siglos XIX y XX como bien lo ha mostrado Luc Boltanski. El inicio del siglo XIX sobrecoje al capitalismo en un despliegue de nuevas críticas que le hacen acentuar su producción del simbolismo sustitutivo de su moral ausente de siempre. Lo ha estado logrando con una fuerza inaudita: la fuerza de que el castigo se haya desplazado desde un afuera, desde un exterior a la esencia vital humana, al interior, al adentro de la propia vida de cada humano.

La producción de castigo-simbólico en el capitalismo contemporáneo, concentrada en la producción audiovisual, consiste en que nosotros mismos seamos los sujetos de nuestro propio castigo, los vigilantes de nuestra propia seguridad egoísta; es la disciplina en que se sostienen los “estados de violencia” como los ha llamado Frédéric Gros. La producción de castigo-simbólico de nuestra sociedad contemporánea enmascara y legitima la injusticia, es producción de simulacro de inclusión social. El poder de la imagen, imponiendo nuestra mudez, incluye, sí, pero en un sistema en el que se nos abre el espacio del dolor y de la pena fruto de la desigualdad social y de la injusticia en los repartos de la riqueza. Poco espacio deja el simulacro legitimador del capitalismo para ver esa inclusión falaz.

Referências bibliográficas

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DÁVILA, Jorge, Nosso castigo simbólico mais eficaz é nossa própia mudez diante imagem, Entrevista in Revista do Instituto Humanitas Unisinos, Brasil, ediçao 203, noviembre de 2006, pp. 14-19.
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Jorge Dávila é diretor e professor titular da Universidade de Los Andes, onde graduou-se em Engenharia de Sistemas. É pós-graduado em Ciências Sociais, sob a orientação de Edgar Morin, na Escola de Altos Estudos em Ciências Sociais de Paris. Foi professor convidado da Universidade de Hull (Inglaterra), pesquisador convidado do Centro Michel Foucault (Paris) e professor convidado da Universidade Paris XII. É pesquisador reconhecido pela Divisão de Filosofia da Unesco.