Introducción
La producción de castigo-simbólico
forma parte de un modo de pensamiento, de un modo de
acción, de un modo discursivo, de un modo de decir,
en fin, un modo de vivir que es totalmente dependiente
de la figura del simulacro. Se trata de un simulacro
que, como ya se ve en estos inicios del siglo XXI, se
muestra al desnudo en la medida en que los ideales invocados
por ese modo de vida cumplen un papel justificador de
la propia contra-corriente de tales ideales. La operación
del simulacro es la de la normalización de la conducta
como coerción que invoca el ideal. Sin que nos asombre,
estamos habituados a que el ideal y su coerción se hagan
uno y el mismo. El poder normalizador, encauzador, disciplinario
-disectado por Foucault- es un poder productivo, un
poder de producción y para la producción. Esa producción
nace de lo que nos parecen nimiedades, en los nodos
más básicos de nuestra existencia. El más elaborado
ardid de esta producción, en manos del más reciente
capitalismo, ha sido colocar tanto su origen como el
blanco esencial al que apunta como castigo simbólico
en nosotros mismos. En lo que sigue propongo una comprensión
de esas dos cosas: en primer lugar, qué significa que
un modo de vivir, el nuestro contemporáneo, se realiza
en la figura del simulacro; en segundo lugar, por qué
ese modo de vivir se despliega merced al soporte que
brinda la producción audiovisual operando como modo
privilegiado del castigo simbólico.
Del simulacro
Se dice que los hombres
lo aprendieron y lo creyeron: “Dios quiso que el hombre
fuera a su imagen y semejanza”. Dicen
que muy pronto el aprendizaje y la creencia comenzaron
a desvanecerse por pedazos. Lenta desaparición de lo
que debió ser por los siglos de los siglos. Dicen que
primero se borró la semejanza y fue quedando
al desamparo la imagen de Dios. Milenios duró
el desamparo. Dicen que en pocos siglos se borró Dios
y el hombre se fue quedando con la imagen, la imagen
de ... Sólo la imagen. ¿Cómo se vive con
la imagen, en la imagen y de la imagen?
¿Vivimos así?
Según la ortodoxia
religiosa, perdimos la semejanza por la fuerza pecadora.
Según otros, o nos alejamos de Dios o Él mismo, agotado,
cansado, fastidiado se alejó de nosotros. Y hasta se
cree que se fue volando. Pero no así la imagen,
lo que quedó de su imagen. La imagen parece
ser la pura resistencia. Dicen que hace más de dos milenios
ya nos habían alertado de eso: sin referencia al pecado
y sin alusión a un Dios, sólo en relación con
la imagen.
Dícese que fue tarea
platónica distinguir la esencia y la apariencia,
lo inteligible y lo sensible, la Idea y la imagen. Lo
dice muy bien Deleuze en su conocido texto sobre Platón
y el simulacro: radicalmente, la tarea de distinción
es la última, La Idea y la imagen : el
eídos y el eídolon. Porque ellos, de acuerdo
con la enseñanza heideggeriana, corresponden a los modos
de mostrarse lo-que-es: el modo poiético o creador -para
el eídos, y el modo mimético -para el eídolon.
Claro está, no se propone aquí entender por eídos
la versión estigmatizada como médula idealista que vuela
sobre los cielos de la pura abstracción. No; la idea,
más bien, como creación del hacer presencia la cosa
misma. Ambos modos (poiético y mimético) pugnan
por la expresión en el pensar (légein) de la
Verdad como des-ocultamiento (el ser en el sentido de
alethés). En la pugna, el modo mimético da ser
a los pretendientes de la Verdad. ¿Quiénes son esos
pretendientes de la Verdad derivados del conocimiento
(téchne) mimético? Son los dos tipos de imágenes,
los dos tipos de eídolon: la copia-ícono
(eíkon) y el simulacro-fantasma (phántasma).
Como dice Deleuze,
he ahí una escala de degradación: la Idea, la
Copia, el Simulacro. “Las copias
son poseedoras de segunda, pretendientes bien fundados,
garantizados por la semejanza; los simulacros
están, como los falsos pretendientes, construidos sobre
una disimilitud, y poseen una perversión y una desviación
esenciales”. La semejanza no es entre “cosas”, entre
entes: más bien va de una cosa a la Idea. La
semejanza, como medida de la pretensión, es interior
y espiritual. Así la copia-ícono en cuanto pretendiente
sólo es conforme si se modela interior y espiritualmente
sobre la Idea. No merece la cualidad (de justo,
por ejemplo) si no se funda en la esencia (la Justicia).
Los simulacros-fantasmas al pretender (un objeto,
una cualidad, etc.) lo pretenden “por debajo, a favor
de una agresión, de una insinuación, de una subversión,
'contra el padre' y sin pasar por la Idea”. La
pretensión del simulacro-fantasma, que no es
fundada, encubre una desemejanza que corresponde a su
desequilibrio interno (en desproporción con la esencia).
La
copia es una imagen dotada de semejanza, el simulacro
una imagen sin semejanza.
Hay un buen ejemplo que da Platón en El Político:
El Bien como padre de la ley, la ley misma y las constituciones
están en escala de degradación: las buenas constituciones
son copias, pero devienen simulacros desde que violan
o usurpan la Ley hurtándose al Bien.
Hay una operación
productora en la buena copia-ícono y en correspondencia
con esa producción hay también una recta opinión y hasta
un saber, un conocimiento. En el simulacro-fantasma,
la imitación sólo crea un efecto de semejanza meramente
exterior e improductivo, obtenido por astucias, artimañas
o subversión; ya no hay siquiera recta opinión sino
una especie de 'arte del hallazgo' que huye del espacio
del saber y de la opinión. El simulacro tiene
la fuerza de atrapar al observador: lo ahoga en sus
grandes dimensiones, profundidades y distancias que
él es incapaz de dominar. “Los simulacros son
construcciones que incluyen el ángulo del observador
para que la ilusión se produzca desde su propio punto
de vista”. La desemejanza opera como ilusión de semejanza:
ya no es propiamente semejanza, por eso puede devenir
pura imagen... ¡como si un no-ser naciera del
ser!
Todo el pensamiento
(occidental) batalló radicalmente contra el simulacro-fantasma...
y contra su artífice, el sofista, no para que, primariamente,
se desplegaran copias-íconos sino para que se
desplegara el pensamiento. Ya sabemos con mucha firmeza
histórica que más fácil fue ceder a la fabricación de
copías-íconos y de copias de segunda.
La modalidad más reciente
del capitalismo ha sabido profundizar en esa fabricación.
'Nuestro' pensamiento fue impelido a fabricar copias
de segunda de copias-íconos. El capitalismo ha estado
logrando de nosotros algo 'fantástico': produciendo
la copia de copia de copias, nos atraparon nuestros
propios fantasmas. Nos atraparon: no conocemos
esos nuestros fantasmas, vivimos en nuestros
simulacros-fantasmas creyendo que vivimos
con la imagen, en la imagen y de la
imagen. El capitalismo de los últimos decenios del siglo
XX ha logrado algo más de lo que Deleuze veía: romper
la oposición entre dos nihilismos y fundirlos, o con-fundirlos,
en uno solo, “la destrucción para conservar y perpetuar
el orden establecido” y la “instauración del caos poniendo
en marcha los simulacros y levantando un fantasma”.
Del castigo simbólico
Sin duda que, apartando
la crudeza de la depravación carcelaria de nuestros
países donde sigue prevaleciendo el castigo físico ejercido
en nombre del castigo simbólico justificado con las
promesas eternas de rehabilitación y reinserción social,
el castigo-simbólico prevalece en la vida cotidiana
de los que no estamos presos en la cárcel oficial. La
cotidianeidad es nuestra cárcel donde lenguaje y vida
se subyugan al trabajo.
No es difícil constatar
que, desde el amanecer hasta nuestro sueño reparador,
la jornada se desenvuelve en una sucesión de castigos-simbólicos
que, de manera dominante, son ejercidos por el peso
de los llamados medios de comunicación masiva, los media.
Me parece que esos medios son verdaderas armas de destrucción
masiva, en el sentido del viejo y siempre radiante principio
de la filosofía de que no hay peor mal del que padezca
el ser humano que ser prisionero del conocimiento simplista,
superficial o falso que, por lo general, ofrece la opinión,
la doxa. De nuevo invoco la noción de simulacro:
vivimos convencidos de que poseemos -o accedemos cuando
lo queramos y de manera instantánea- todo o casi todo
el conocimiento verdadero de todo o casi todo; la realidad
es que esa convicción esconde, de modo aterciopelado,
nuestra profunda ignorancia de todo o casi todo recubierta
exquisitamente con los edulcorantes de la doxa
que ingerimos gracias a los medios de comunicación (destrucción)
masiva. La vida cotidiana en la sociedad moderna altamente
industrializada está bajo el yugo de un poder normalizador
que se caracteriza, por extensión, con los elementos
que Weber identificó en lo que llamó “la jaula de hierro”
de la sociedad moderna. George Ritzer ha mostrado que
esa jaula se nos presenta ya no con la dureza y frialdad
del hierro sino con la suavidad del terciopelo, “la
jaula de terciopelo de la macdonalización”; vale decir,
en ella se vive tan cómodo, o sea, de un modo tan absolutamente
normalizado, disciplinado, convencido de que la cotidianidad
es escogida con la más pura libertad, que el “ciudadano”
es incapaz de percibir la jaula pues suavemente se desliza
entre los aterciopelados barrotes que definen los límites
de su “ciudad”. Quizás podamos decir que el castigo
simbólico más eficaz del archipiélago carcelario constitutivo
de la sociedad moderna macdonalizada opera con el poder
de la imagen puesta al servicio del mero simulacro;
una imagen que subyuga de manera aplastante la riqueza
del decir. Nuestro castigo simbólico más eficaz, por
productivo, es nuestra propia mudez frente a la imagen.
La necesidad que tiene
el capitalismo contemporáneo de producir ese castigo
simbólico descansa en su propia esencia. Esa de ser
un sistema no sólo abstracto sino totalmente absurdo.
Es la idea muy bien comprendida por Marx pero también
por Weber en su traducción al plano ético: el capitalismo
necesita fabricarse su propio “espíritu”; lo necesita
por la sencilla razón de que no lo tiene y lo exige
la respuesta a la crítica tan temprana que él mismo
ayudo a desplegar. Ese espíritu del capitalismo ha conocido
diversas renovaciones a lo largo de los siglos XIX y
XX como bien lo ha mostrado Luc Boltanski. El inicio
del siglo XIX sobrecoje al capitalismo en un despliegue
de nuevas críticas que le hacen acentuar su producción
del simbolismo sustitutivo de su moral ausente de siempre.
Lo ha estado logrando con una fuerza inaudita: la fuerza
de que el castigo se haya desplazado desde un afuera,
desde un exterior a la esencia vital humana, al interior,
al adentro de la propia vida de cada humano.
La producción de castigo-simbólico
en el capitalismo contemporáneo, concentrada en la producción
audiovisual, consiste en que nosotros mismos seamos
los sujetos de nuestro propio castigo, los vigilantes
de nuestra propia seguridad egoísta; es la disciplina
en que se sostienen los “estados de violencia” como
los ha llamado Frédéric Gros. La producción de castigo-simbólico
de nuestra sociedad contemporánea enmascara y legitima
la injusticia, es producción de simulacro de inclusión
social. El poder de la imagen, imponiendo nuestra mudez,
incluye, sí, pero en un sistema en el que se nos abre
el espacio del dolor y de la pena fruto de la desigualdad
social y de la injusticia en los repartos de la riqueza.
Poco espacio deja el simulacro legitimador del capitalismo
para ver esa inclusión falaz.
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